martes, 31 de mayo de 2011

31.05.1950

Estaba tratando de recordar cuándo fue la última vez que vio su cara. Sabía perfectamente como era, cada línea de expresión, las ojeras debajo de sus ojos, los hoyos que se marcaban en las mejillas cuando sonreía y la arruga en forma de N que se dibujaba entre las cejas cuando ella estaba enojada. Conocía mejor que nadie ese caminar ligero; como de pajarito saltarín. No necesitaba que le dijeran que odiaba los rábanos y volar en avión. Que lloró con la muerte de Pedro Infante y que Sara era su hija favorita. Que leyó Mujercitas 24 veces, la primera vez tenía 12 años.
Le constaba que conocía a su esposa mejor que nadie en el mundo, 54 años de matrimonio no pasaron en vano. La frustración que sentía en este momento no se comparaba con nada. Podía recorrer cada noche y cada instante de su luna de miel en Acapulco. El primer beso y todos los miércoles que se iban de día de campo. Pero no podía recordar el último día que la tuvo entre sus brazos. Sólo habían pasado siete años desde ese día, el peor desde hace 61 años y no podía acordarse. Sintió como una lágrima le rodaba por el cachete y salpicaba el vidrio del marco que sostenía en las manos y que protegía la foto del amor de su vida.
Duró 54 años saludables y armoniosos a su lado. En cambio llevaba solo siete sin ella, pero cada día era como si le cayera el peso de una vida encima, le costaba levantarse y tenía que hacer un gran esfuerzo para sonreírles a sus nietas.
Supo que todos los días, hasta su muerte, intentaría recordar el último en el que realmente se sintió vivo, sin éxito. Ya no sentía coraje o impotencia, sino una extraña mezcla de quietud, diferente a la tranquilidad, y nostalgia. Rogó porque fueran muy pocos días, porque hoy fuera el último.

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